Un amplio y blanquecino ventanal al fondo des-ilumina la estancia que se llena de una luz tenue y somnolienta, incapaz de aislarme del bullicio de los caballos de metal y sus estruendosos relinchos. Justo debajo, un sillón cuyo estilo les ahorraré describir y que hace las veces de cama con pies sobresalientes, otras de amigo impasible en tardes taciturnas y otras de pies acompañados con palomitas y “peli” que acaban poniéndolo más carmesí de lo que es cuando la pasión surge sin remedio.
A un lado, mi compañero tonto que emite lo que quiero ver y, a veces, lo que no cuando me dejo llevar a mundos de sueños o tal vez a momentos de soledad masticada, o si no quiero pensar en nada; a sus pies, muebles llenos de la tecnología que siempre me acompaña, pues lo digital (y entiéndase como se quiera) siempre me gustó desde que lo conocí. A continuación, un pasa platos de madera me recuerda mi lado más carnal -pues no solo de aire vivo, hombre- y, cómo no, que tengo que fregar la loza cuando paso y miro de reojo a la cocina.
Al otro lado un viejo zapatero que hace las veces de soporte de impresora, un sillón-relax (y no relaja precisamente por su color y estilo) un mueble que hace juego con los anteriores donde atesoro mis libros más preciados, algún que otro despreciado y los pendientes de leer y, al fondo, un enorme rústico mueble bajo donde guardo mis cajitas de incienso, líquidos vaporosos, juegos de mesa -que desde pequeño me conquistaron- mi material de oficina y el de sueños y, en su parte central, aquellos libros ya leídos o que esperan a tener un sitio en mi lista de espera.
Cómo no, allí está ella, siempre mirándome con sus provocadoras curvas, deseosa de que mis dedos acaricien sus cuerdas y la hagan vibrar y se estremezca cuando escuche mi voz. Compañera fiel e incansable que a veces me mira triste cuando, como por despecho, no atiendo sus deseos y pasan días sin que hagamos ese amor musical que nos une desde hace ya mucho tiempo.
En el centro, una mesa que se encoge y se estira y que convierte la estancia bien en centro de tertulias, bien en comedor o, como la mayor parte de mi tiempo de vigilia, en oficina. Cuadros de ocasión, DVDs de cine (una de mis muchas aficiones) e infinidad de figuritas, recuerdos nostálgicos y nuevos, agendas, bolígrafos, jarrones y unas plantitas, terminan la decoración de un salón que, haciendo las veces de búnker de trabajo, en gran medida reconforta y acompaña.
Mas hay un objeto que siempre centra mi atención, que a veces me calma, otras me enciende de amor o me quema de desamor y a veces comparte en secreto mis más profundos pensamientos sobre lo que soy, sobre lo que deseo, sobre el camino emprendido y mis sueños por cumplir.
Bastaría con decir: “Lanza que se clava en el papel, que sangra palabras nunca dichas; dardo envenenado de amor desde un tintero lleno de anhelos; flecha disparada desde el arco de mi corazón, tensado con sentimientos; pluma al viento de la brisa que procede de otra orilla; Norte y Sur unidos por un mar de locuras nuevas; mil y una noches de Lunas llenas arrulladas por las olas de tu pelo; voz azul que no es más que la sangre que emana de un corazón herido de amor, que a través de mi mano habla y siente, deslizándose en el papel como sí fuera la piel de tu cuerpo…” para no tener que decir nada más. Ella vino a mí con mi primer amor y permaneció cuando éste se fue a los brazos de otro y, por muy manido que suene, lloré ríos de tinta.
Fue con ella que empecé a escribir por vez primera, y es ella, siempre ella, la que llena de azules los viejos rincones de mi alma descubriendo lo que nunca hasta entonces había sido dicho.
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