José Félix Navarro Martín. In memoriam.

Esta noche tan especial, de reuniones en familia, de risas, cantos y brindis, de villancicos que huelen a niñez y a gomas de borrar, de miradas de cariño sincero, de tantas cosas que valen tanto pero menos de lo que valen cada noche que no es Buena, faltabas físicamente, pero estabas sentado a la mesa, como siempre, en la memoria y en el corazón de tu famila. Y si alguno hubiere olvidado tu presencia -algo del todo imposible- ahí estaba tu esposa fiel, tu compañera, tu amante y amada, tu Reina de Reinas, tu recuerdo perenne, tu luminosa sombra, para decicarte y dedicarnos unos versos de tu propio puño y letra, de ese amor sin remedio, de esa añoranza que fue tuya por no tenerla en la distancia y que ahora es suya en la distancia insalvable que os separa.
Así que antes de bendecir la mesa, se levantó y alzó su firme y emocionada voz ante el público más entregado que nadie pudiera imaginar, y recitó tus palabras escritas hace largo tiempo que, de alguna manera, nos llevaron a esta y a tantas Nochebuenas pasadas.
Este fragmento es el Soneto Final (nº 35) de un libreto llamado "Tiempo de Ausencia" y que obtuvo el premio "Amantes de Teruel" al mejor libro de poemas en el IX Certámen Poético en honor de los Amantes de Teruel, celebrado en abril de 1970.

"A mi amor cierto, lejano y solo".
José Félix Navarro Martín.
"Porque eso es lo que soy, más bien que mis palabras: una larga memoria, sonora y palpitante".
José Mª Valverde.

El viento es un cuchillo. Corta el frío
virutas de portal. La Luna, llena.
Huele a tiempo de hogar. Es Nochebuena
y tengo el corazón solo y vacío.
Cantan fuera los niños, y sonrío,
no me gusta llorar mi propia pena.
Por dentro van la cruz y la cadena
y es hielo para mí todo lo mío.
Son los días, lo sé, de la ventura,
del viejo villancico y del pandero,
del humilde romero y su ternura.
Y he perdido mi paz y mi alegría
y me duele quererte, y más te quiero,
tan distante esta noche todavía.
              
                                                                              José Félix Navarro Martín.
                                                        Abril de 1970

No hay nada peor

“Si lo pienso, no lo hago” -se dijo a sí mismo-. Y saltó.
Había sido un año realmente duro. Lo del trabajo no era lo peor de todo. Nada de eso. Era algo ciertamente superable y ahora que lo pensaba en caída libre, casi le resultó divertido. No. Lo peor había sido lo de Ana. Ella era su verdadero mundo, ya saben: su calma en la tempestad, su isla en el mar de dudas, su abrigo en el invierno, su sonrisa en la penumbra, la flor más preciada de su jardín... Pero ya no estaba. Todo lo que intentó fue en vano. No pudo evitar que se fuera para siempre. Sí. Eso había sido lo peor, sin lugar a dudas. Pero lo estaba superando -o al menos eso creía-. Una amarga sonrisa se desdibujó en su rostro debido a la velocidad a la que caía -llegó a pensar que la boca le llegaría a las orejas y se contuvo de soltar una carcajada sorda, por si acaso-.
Lo de los amigos no fue lo peor, fue más bien la constatación de un hecho que nunca se había querido parar a pensar. Ni siquiera en esos duros momentos por los que pasaba sintió su calor. Todos estaban en sus propios mundos, sin tiempo para él ni mucho menos para sí mismos, tan solo para sus trabajos, su ocupaciones caseras, sus niños -“menos Juan que va por libre, qué tío...” murmuró para sus adentros con una sonrisa- sus reuniones de familia, sus coches, sus hipotecas y así un largo etcétera. Pero, ¿acaso no había hecho él lo mismo? Su mundo había sido Ana. Todo su mundo, -"tal vez demasiado" murmuró de nuevo- que de haberlo pronunciado hubiera sonado algo así como "fa fe fefafia-fo" saliendo por sus orejas. Sí. Se había encerrado demasiado en ese mundo algo artificial por cierto, y mira que se había prometido no volver a caer en el mismo error que con Paula, pero ya saben, tiran más... y volvió a sonreír tímidamente. Así que no podía reprocharles nada, la verdad.
Se vio a sí mismo -después de haber pasado algunas semanas en casa, sin ganas de salir y pensando en Ana- en tantas noches forzadas, embriagado de soledad en bares de copas, mirando furtivamente a bellas mujeres -y a otras a las que no se atrevería ni a pedirles la hora-, deseando robarles un beso (o algo más) que le hiciera olvidar el sabor de los labios de ella -“¡y qué labios!” pensó-. Bueno, para ser sinceros, alguna sí que probó el sudor de su rostro y de su espalda. Se entregaba a tope en el arte del amor, eso era innegable. Tanto que en no pocas ocasiones cautivaba por completo a quien realmente no pretendía y tras varias sesiones de camas húmedas y desayunos incómodos (cuando los había) ya no volvían...qué cosas. Empezó a imaginar escenas subiditas de tono con una tal Isabel (un portento en la cama) hasta que una cierta presión en la entrepierna le hizo volver a su realidad actual. La tierra se veía cada vez más cerca. Así que dedicó los últimos momentos a contemplar el paisaje que se perdía en la distancia. Eso de volar -si es que caer en picado es volar- era algo fantástico.
Cuando por fin tiró de la anilla y pudo comprobar que el suelo se acercaba hacia él a la misma e insultante velocidad que un instante atrás, se dio cuenta de que lo de Ana no había sido lo peor. Lo peor estaba aún por llegar. Y rápido. Muy rápido.
No quería e intentó evitarlo, pero tal y como había escuchado tantas veces, su vida comenzó a pasar por delante de sus desorbitados ojos a toda velocidad -“pues sí que es verdad que ocurre, coño”, pensó-. Entre tantas imágenes variopintas, lo de verse a cámara rápida haciendo el amor llegó a hacerle gracia, y ver cómo se la...bueno, eso también, aunque lo que realmente quería era poder pensar en una solución inminente ante el Impacto Súbito...-"¡qué me gusta Clint Eastwood!" se dijo-, mientras se maldecía por no tener la mente en lo que tenía que estar.
De haber podido ver su cara antes de formar parte de un nuevo cráter terrestre, hubieran vislumbrado una última sonrisa desdibujada en su rostro: por un fugaz instante se había sentido realmente libre, nada ni nadie le ataba, no había preocupaciones y todo adquiría sentido ¡Pero maldita la gracia de sentirlo en ese preciso momento!
Si agitar los brazos como queriendo volar, y gritar “¡Mierda! ¡Mierda! ¡Mierda!” -tal y como comentó con sorna un granjero que lo vio caer- fue la última idea que se le pasó por la cabeza para frenar su meteórico descenso, desde luego su cabeza no estaba en lo que tenía que estar. Y es que no se le ocurrió nada más original.
Ni siquiera cuando se dirigía hacia la Luz su mente pudo estarse callada y exclamó: "¿Paracaídas de emergencia? ¿Para qué?” en el mismo tonito irónico en que Jesucristo le respondiera a Judas en la última cena cuando éste le preguntó: “¿Seré yo, Señor? ¿Seré yo?”.
No hay nada peor que pensar que las cosas pueden ir a peor.

Granada I

Imagino nuestras sombras en la pared, haciéndose el amor, bailando caprichosamente ante la juguetona y suave luz de una vela que ilumina nuestros cuerpos en la noche, envueltos por esta música que en el aire se mezcla y abraza con incienso perfumado, a los pies de la Alhambra, bajo la mirada de una Luna que suspira por Granada, al igual que nuestros corazones, que un día quedaron por siempre atrapados en sus calles y rincones...y un último amanecer, desnudos, envueltos en el frescor de la mañana, abrazados junto a la ventana, contemplando el nevado pico de nuestro Veleta...una veleta que no sabíamos nos llevaría al olvido.